Introducción:
Pedro, roca; Pablo, espada.
Pedro, la red en las manos;
Pablo, tajante palabra.
Pedro, llaves; Pablo, andanzas.
Y un trotar por los caminos
con cansancio en las pisadas.
Cristo tras los dos andaba:
a uno lo tumbó en Damasco,
y al otro lo hirió con lágrimas.
Roma se vistió de gracia:
crucificada la roca,
y la espada muerta a espada. Amén.
Lectura y reflexión (a elección):
He 15,6-12; He 20,17-35; Gál 2,15-21; 1Pe 5,1-5;
Mt 16,13-19; Jn 21,13-19.
Himno:
La eterna luz que alumbra el santo triunfo
de estos dos Príncipes de los apóstoles
es la misma que muestra en este día
el rumbo de los astros a los hombres.
Hoy llegan a la gloria estos benditos
Padres de Roma y jueces de los pueblos;
el Maestro del mundo, por la espada,
y, por la cruz, el celestial Portero.
Dichosa tú, que fuiste consagrada,
oh Roma, con la sangre de estos Príncipes,
y que, vestida con tan regia púrpura,
excedes en nobleza a cuanto existe.
Honra, poder y sempiterna gloria
sean al Padre, al Hijo y al Espíritu,
que en unidad gobiernan toda cosa,
por infinitos e infinitos siglos. Amén.
O bien:
San Pedro y san Pablo, unidos
por un martirio de amor,
en la fe comprometidos,
llevadnos hasta el Señor.
El Señor te dijo: «Simón, tú eres Piedra,
sobre este cimiento fundaré mi Iglesia:
la roca perenne, la nave ligera.
No podrá el infierno jamás contra ella.
Te daré las llaves para abrir la puerta».
Vicario de Cristo, timón de la Iglesia.
Pablo, tu palabra, como una saeta,
llevó el Evangelio por toda la tierra.
Doctor de las gentes, vas sembrando Iglesias;
leemos tus cartas en las asambleas,
y siempre de Cristo nos hablas en ellas;
la cruz es tu gloria, tu vida y tu ciencia.
San Pedro y san Pablo: en la Roma eterna
quedasteis sembrados cual trigo en la tierra;
sobre los sepulcros, espigas, cosechas,
con riego de sangre plantasteis la Iglesia.
San Pedro y san Pablo, columnas señeras,
testigos de Cristo y de sus promesas. Amén.
V. Los apóstoles anunciaban la palabra de Dios con valentía.
R. Y daban testimonio de la resurrección de Jesucristo.
Ant. Pedro, el apóstol, y Pablo, el maestro de los gentiles, nos enseñaron tu ley, Señor (Magníficat, p. 335).
Oremos. Señor, Dios nuestro, tú que entregaste a la Iglesia las primicias de tu obra de salvación, mediante el ministerio apostólico de san Pedro y san Pablo, concédenos, por su intercesión y sus méritos, los auxilios necesarios para nuestra salvación. Por Jesucristo nuestro Señor.
p. 322