HIMNO
Madre de Dios y madre de la Iglesia,
de quien todos nacimos en la cruz,
eres para tus hijos el modelo
que alienta nuestra fe con su virtud.
Si por Adán nacimos en pecado,
recobramos con Cristo la salud.
Si por Eva perdimos la esperanza,
con María, nueva madre de los hombres,
volvimos a la luz.
Mediadora ante Dios para los hombres,
de Cristo en su pasión corredentora,
eres luz, dulzura y esperanza,
abogada y consuelo en el camino
de aquellos que te imploran.
SALMODIA
Ant. 1. Por tu intercesión, abogada nuestra, se nos han abierto las puertas del paraíso. Aleluya
Cuando en el Invitatorio se ha dicho el salmo 23, aquí se dice el salmo 94, p. 277.
SALMO 23
Entrada solemne de Dios en su templo
Las puertas del cielo se abren ante Cristo que, como hombre, sube al cielo (S. Ireneo)
Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos.
—¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
—El hombre de manos inocentes
y puro corazón,
que no confía en los ídolos
ni jura contra el prójimo en falso.
Ése recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
—Éste es el grupo que busca al Señor,
que viene a tu presencia, Dios de Jacob.
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.
—¿Quién es ese Rey de la gloria?
—El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe de la guerra.
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.
—¿Quién es ese Rey de la gloria?
—El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria.
Ant. 1. Por tu intercesión, abogada nuestra, se nos han abierto las puertas del paraíso. Aleluya
Ant. 2. En mí está toda gracia de camino y de verdad, en mí toda esperanza de vida y de fuerza. Aleluya.
SALMO 45
Dios, refugio y fortaleza de su pueblo
Le pondrá por nombre Emmanuel, que significa «Dios-con-nosotros» (Mt 1, 23)
Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza,
poderoso defensor en el peligro.
Por eso no tememos aunque tiemble la tierra,
y los montes se desplomen en el mar.
Que hiervan y bramen sus olas,
que sacudan a los montes con su furia:
El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios,
el Altísimo consagra su morada.
Teniendo a Dios en medio, no vacila;
Dios lo socorre al despuntar la aurora.
Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan;
pero él lanza su trueno, y se tambalea la tierra.
El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
Venid a ver las obras del Señor,
las maravillas que hace en la tierra:
Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe,
rompe los arcos, quiebra las lanzas,
prende fuego a los escudos.
«Rendíos, reconoced que yo soy Dios:
más alto que los pueblos, más alto que la tierra.»
El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
Ant. 2. En mí está toda gracia de camino y de verdad, en mí toda esperanza de vida y de fuerza. Aleluya.
Ant. 3. ¡Qué pregón tan glorioso para ti, madre, maestra y reina nuestra! Aleluya.
SALMO 86
Himno a Jerusalén, madre de todos los pueblos
La Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre (Ga 4, 26)
Él la ha cimentado sobre el monte santo;
y el Señor prefiere las puertas de Sión
a todas las moradas de Jacob.
¡Qué pregón tan glorioso para ti,
ciudad de Dios!
«Contaré a Egipto y a Babilonia
entre mis fieles;
filisteos, tirios y etíopes
han nacido allí.»
Se dirá de Sión: «Uno por uno
todos han nacido en ella;
el Altísimo en persona la ha fundado.»
El Señor escribirá en el registro de los pueblos:
«Éste ha nacido allí.»
Y cantarán mientras danzan:
«Todas mis fuentes están en ti.»
Ant. 3. ¡Qué pregón tan glorioso para ti, madre, maestra y reina nuestra! Aleluya.
V/. Tú eres, María, puerta del cielo y estrella del mar. Aleluya.
R/. Quien te alcanza, alcanza la vida y goza del favor del Señor. Aleluya.
PRIMERA LECTURA
Del libro de los Hechos de los apóstoles
1, 12-14; 2, 1-4; 4, 5-7. 18. 23-24. 31-33
Todos ellos se dedicaban a la oración en común, junto con María, la madre de Jesús
Después de subir Jesús al cielo, los apóstoles se volvieron a Jerusalén, desde el monte que llaman de los Olivos, que dista de Jerusalén lo que se permite caminar en sábado. Llegados a casa subieron a la sala, donde se alojaban: Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo, Simón el Celotes y Judas el de Santiago.
Todos ellos se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y con sus hermanos.
Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén los jefes del pueblo, los senadores y los letrados; entre ellos el sumo sacerdote Anás, Caifás y Alejandro, y los demás que eran familia de sumos sacerdotes. Hicieron comparecer a Pedro y a Juan y les prohibieron en absoluto predicar y enseñar en nombre de Jesús. Puestos en libertad, volvieron al grupo de los suyos. Todos juntos invocaron a Dios en voz alta. Al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos, los llenó a todos el Espíritu Santo, y anunciaban con valentía la palabra de Dios.
En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía.
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Todos eran muy bien vistos.
RESPONSORIO
R/. María, siempre Virgen, intercede por nuestra paz y nuestra salvación. * Tú que engendraste a Cristo el Señor, Salvador de todos. Aleluya.
V/. El Señor te ha bendecido con su poder, derrotando por ti a todos nuestros enemigos. * Tú que engendraste a Cristo el Señor, Salvador de todos. Aleluya.
SEGUNDA LECTURA
De la Constitución dogmática Lumen géntium, sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano segundo
(Núms. 59.63-65)
María, imagen de la Iglesia en la misión apostólica
Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles antes del día de Pentecostés dedicarse a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y con sus hermanos, y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo quien ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación.
La bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba san Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo.
Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha madre, por la palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo, engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e, imitando a la madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad.
Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y, por eso, levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz de la Palabra hecha hombre, llena de veneración, entra más profundamente en el sumo misterio de la encarnación y se asemeja más a su Esposo.
Porque María, que, habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera une y refleja en sí las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada, atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la divina voluntad.
Por lo cual, también en su obra apostólica, con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que, por la Iglesia, nazca y crezca también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno que debe animar también a los que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan para regenerar a los hombres.
o bien:
De los escritos del beato Santiago Alberione, presbítero
(San Paolo, núm. 15 – CISP 37-38 – 1 de mayo de 1935)
En María se da la síntesis del apostolado cristiano
Queridísimos: ante nuestra madre, maestra y reina, viene espontáneo repetir: «Después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre, oh clementísima, oh piadosa, oh dulce virgen María.» En medio de una intensa luz, María realiza su apostolado: el de dar a Jesús al Padre, a los hombres y al cielo.
Ha dado a Jesucristo a la tierra: en ella Dios se ha engrandecido, haciéndose también Hombre y Salvador de los hombres, haciéndose por medio de su fiat «Jesus hominum Salvator».
Ella, en nuestro cuadro, resume la idea de la eucaristía formada con su sangre virginal; ofrece su fruto bendito, Jesús, lo presenta como sosteniendo con amor dulcísimo una Hostia viva, santa, agradable a Dios.
Lo ha dado también al Padre, que por Jesucristo recibe una gloria nueva, infinita.
Mostró a Jesús a los pastores, los primeros llamados a la cuna del Salvador, representando al pueblo humilde, heredero de las promesas divinas, que acogió la señal de Dios con la sencillez de un niño.
Mostró a Jesús a san José, su fiel esposo y padre adoptivo del niño. Mostró a Jesús a san Juan Bautista, que, como anillo de oro, había de concluir el tiempo antiguo e inaugurar el tiempo nuevo. Ellos representaban los dos tipos de santidad, todas las virtudes y sublimaciones de los dos testamentos, reuniendo en sí mismos toda gracia.
Mostró a Jesús al pueblo pagano, representado por los Magos, llegados a la cuna de Belén, como primicias de los gentiles que un día constituirían el núcleo de la Iglesia católica.
Presentó a Jesús al templo, ofreciéndolo niño, víctima digna y sacerdote eterno según su vocación: «Tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones…» (Lc 2,29s).
Mostró a Jesús a los egipcios, a quienes lo llevó como exiliado, siguiendo sublimes designios y realizando las antiguas profecías.
Lo mostró a Nazaret, como ejemplo perfecto de vida privada y de virtud para todo hombre y para todos los tiempos; allí lo ayudó a crecer en sabiduría, en edad y en gracia. Allí él comenzó a trabajar; allí se convirtió en modelo divino en todas las virtudes personales, domésticas, sociales, religiosas y civiles.
Lo llevó al templo y, como realizadora de los divinos misterios, lo mostró a los doctores como sabiduría del Padre, «escuchándolos y haciéndoles preguntas: todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.»
Lo mostró a los apóstoles en las bodas de Caná, donde, intercediendo para que llegara la hora de manifestarse, consiguió que se realizara el milagro de la conversión del agua en vino: «Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos; manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él»; y por ellos la fe se transmitió al mundo.
Lo mostró crucificado, salvación para todo el mundo, en el Calvario, donde el infierno tembló derrotado; exultaron los justos de los tiempos antiguos a quienes se les abrieron las puertas del cielo; la justicia y la paz se besaron; los tiempos obtuvieron el sello del amor, que se inmola por el amado, bajo los auspicios de Jesucristo.
Lo mostró al Padre, devolviéndolo al cielo el día de la Ascensión: el cuerpo con las señales gloriosas; las heridas resplandecientes; el costado abierto, para lanzar dos rayos de amor, a Dios y a los hombres; sol de gloria para el paraíso, fuerza omnipotente para atraer todo hacia sí; cabeza en la que habrían de incorporarse las almas…
María es la apóstol, la Reina de los Apóstoles, el modelo de todo apostolado, la inspiradora de todas las virtudes apostólicas. ¡Que le cante el cielo! ¡Que le cante la tierra! Y por ella, con ella y en ella se eleve toda alabanza a la Santísima Trinidad.
RESPONSORIO
R/. De ti salió el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios, * Por quien hemos sido salvados y redimidos. Aleluya.
V/. Tú eres la mujer a quien Dios ha bendecido y por ti hemos recibido el fruto de la vida. * Por quien hemos sido.
HIMNO Te Deum
A ti, oh Dios, te alabamos, a ti,
Señor, te reconocemos.
A ti, eterno Padre, te venera
toda la creación.
Los ángeles todos, los cielos y
todas las potestades te honran.
Los querubines y serafines
te cantan sin cesar:
Santo, Santo, Santo es el Señor,
Dios del universo.
Los cielos y la tierra están llenos
de la majestad de tu gloria.
A ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles,
la multitud admirable de los profetas,
el blanco ejército de los mártires.
A ti la Iglesia santa,
extendida por toda la tierra, te proclama:
Padre de inmensa majestad,
Hijo único y verdadero, digno de adoración,
Espíritu Santo, Defensor.
Tú eres el Rey de la gloria, Cristo.
Tú eres el Hijo único del Padre.
Tú, para liberar al hombre, aceptaste la
condición humana sin desdeñar el seno de la Virgen.
Tú, rotas las cadenas de la muerte,
abriste a los creyentes el reino del cielo.
Tú te sientas a la derecha de Dios
en la gloria del Padre.
Creemos que un día has de venir
como juez.
Te rogamos, pues, que vengas en ayuda de tus siervos,
a quienes redimiste con tu preciosa sangre.
Haz que en la gloria eterna
nos asociemos a tus santos.
Lo que sigue puede omitirse:
Salva a tu pueblo, Señor,
y bendice tu heredad.
Sé su pastor y ensálzalo
eternamente.
Día tras día te bendecimos y alabamos
tu nombre para siempre, por
eternidad de eternidades.
Dígnate, Señor, en este día
guardarnos del pecado.
Ten piedad de nosotros, Señor,
ten piedad de nosotros.
Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
En ti, Señor, confié, no me veré
defraudado para siempre.
ORACIÓN
Dios todopoderoso, que derramaste el Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en oración con María, la madre de Jesús, concédenos, por intercesión de la Virgen, entregarnos fielmente a tu servicio y proclamar la gloria de tu nombre con testimonio de palabra y de vida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.