LA VIRGEN MARÍA, REINA DE LOS APÓSTOLES
1.
De la exhortación apostólica Marialis cultus, del papa Pablo sexto
(Núms. 35-37)
María, modelo de la mujer contemporánea
La Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas
partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida, ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente.
Se debe considerar normal, pues, que las generaciones cristianas, al contemplar la figura y la misión de María —como mujer nueva y perfecta cristiana que resume en sí misma las situaciones más características de la vida femenina porque es virgen, esposa, madre—, hayan considerado a la madre de Jesús como «modelo eximio» de la condición femenina y ejemplar «limpidísimo» de la vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías y los modos expresivos propios de su época.
Nuestra época, como las precedentes, está llamada a confrontar sus concepciones antropológicas y los problemas que derivan de ellas con la figura de la Virgen tal cual nos es presentada por el Evangelio. Esto llevará a descubrir cómo María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la mujer contemporánea, deseosa de participar con poder de decisión en las elecciones de la comunidad, contemplará con íntima alegría a María que, puesta en diálogo con Dios, da su consentimiento y responsable no a la solución de un problema contingente sino a la «obra de los siglos» como se ha llamado justamente a la encarnación del Verbo (san Pedro Crisólogo); se dará cuenta de que la opción del estado virginal no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aun habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisa o de religiosidad alienante, antes bien, fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo; reconocerá en María, que «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor», una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio: situaciones todas éstas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le presentará María como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como una mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el Calvario dimensiones universales.
Son ejemplos. Sin embargo, aparece claro en ellos cómo la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado; pero, sobre todo, testigo del amor que edifica a Cristo en los corazones.
2.
De la exhortación apostólica Catechesi tradendae, del papa Juan Pablo segundo
(Núms. 72-73)
El Espíritu Santo y María, «madre y discípula»
El Espíritu es prometido a la Iglesia y a cada fiel como un Maestro interior que, en la intimidad de la conciencia y del corazón, hace comprender lo que se había entendido, pero que no se había sido capaz de captar plenamente. «El Espíritu Santo desde ahora instruye a los fieles —decía a este respecto san Agustín— según la capacidad espiritual de cada uno. Y él enciende en sus corazones un deseo más vivo en la medida en la que cada uno progresa en esta caridad que le hace amar lo que ya conocía y desear lo que todavía no conocía.»
Además, misión del espíritu es también transformar a los discípulos en testigos de Cristo: Él dará testimonio de mí y vosotros daréis también testimonio. Más aún. Para san Pablo, que sintetiza en este punto una teología latente en todo el Nuevo Testamento, la vida según el Espíritu es todo el «ser cristiano», toda la vida cristiana, la vida nueva de los hijos de Dios.
Del Espíritu proceden todos los carismas que edifican la Iglesia, comunidad de cristianos. En este sentido san Pablo da a cada discípulo de Cristo esta consigna: Llenaos del Espíritu.
Yo invoco ahora sobre la Iglesia catequizadora este Espíritu del Padre y del Hijo, y le suplicamos que renueve en esta Iglesia el dinamismo catequético.
Que la Virgen de Pentecostés nos lo obtenga con su intercesión. Por una vocación singular, ella vio a su Hijo Jesús crecer en sabiduría, en edad y en gracia. En su regazo y luego escuchándola, a lo largo de la vida oculta en Nazaret, este Hijo, que era el Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, ha sido formado por ella en el conocimiento humano de las Escrituras y de la historia del designio de Dios sobre su pueblo, en la adoración al Padre. Por otra parte, ella ha sido la primera de sus discípulos: primera en el tiempo, pues ya al encontrarle en el templo, recibe de su Hijo adolescente unas lecciones que conserva en su corazón; la primera, sobre todo, porque nadie ha sido enseñado por Dios con tanta profundidad. «Madre y a la vez discípula», decía de ella san Agustín, añadiendo atrevidamente que esto fue para ella más importante que lo otro. No sin razón en el aula sinodal se dijo de María que es «un catecismo viviente», «madre y modelo de los catequistas.»
Quiera, pues, la presencia del Espíritu Santo, por intercesión de María, conceder a la Iglesia un impulso creciente en la obra catequética que le es esencial. Entonces la Iglesia realizará con eficacia, en esta hora de gracia, la misión inalienable y universal recibida de su Maestro: Id, pues; enseñad a todas las gentes.
3.
De una exhortación del beato Santiago Alberione, presbítero
(Op. XI: Maria Discepola e Maestra – CISP 1334-1336)
Nadie nace ni renace a la gracia de Dios sin María
Junto a la vida natural, y por encima de ella, hay para el cristiano otra vida: la espiritual o sobrenatural. Se trata de una realidad muy superior a la misma vida natural. La gracia constituye para el cristiano como un organismo nuevo y sobrenatural que, por el injerto divino, Jesucristo, produce la fe en la mente, la esperanza en la voluntad y en el sentimiento el amor.
Es la vida misma de Dios que se comunica al hombre; es la vida de Cristo en nosotros: la gracia. La Iglesia, en la Salve, nos hace saludar a María como «vida»; es más: en las letanías la llama Madre de la divina gracia. Ella no produjo la gracia, pero la comunica por misión. Es madre, porque Jesús vida pasó a través de ella. La comunica especialmente en tres momentos sucesivos:
a) Nos concibió en Nazaret. Nuestra concepción espiritual se realizó en el misterio de la encarnación. Sin la encarnación estaríamos todos aún sepultados en la muerte del pecado. Ahora bien, Dios realizó la encarnación en María, y quiso que su concurso fuese libre, consciente y necesario. Su hágase era un acto de consentimiento a nuestra concepción sobrenatural y a su maternidad con respecto a nosotros.
Aun suponiendo que Cristo en la cruz no hubiese pronunciado la suprema recomendación a María y a Juan; aun suponiendo que María hubiese desaparecido de la tierra inmediatamente después del nacimiento de su Hijo Jesús; ella seguiría siendo con toda verdad nuestra madre, ya que, al concebir a Jesús, cabeza del cuerpo místico, María nos concebía también a nosotros, miembros de ese cuerpo. La cabeza y los miembros forman una única realidad. Por lo tanto, al decir que María junto con su Primogénito nos llevaba espiritualmente en su seno a todos nosotros, expresamos no una simple analogía, sino una sublime realidad.
b) Nos engendró en el Calvario. El misterio de la encarnación halla su cumplimiento en el misterio de la redención. Con su propia muerte, Cristo nos mereció definitivamente la posibilidad de poder vivir de su propia vida. Lo que ya existía vino a la luz. Consiguientemente, como nuestra generación espiritual, comenzada en el misterio de la encarnación, alcanzó su cumplimiento en el de la redención, así la maternidad espiritual de María, que había comenzado en Nazaret, llegó a su plenitud en el Calvario: y es allí donde fue proclamada.
c) Nos engendra individualmente en la fuente bautismal. La fuente bautismal es Belén para cada uno de nosotros. En nuestro nacimiento, desde el punto de vista sobrenatural, somos como seres nacidos muertos, y necesitamos que la vida que Cristo mereció con su muerte para todos, se nos infunda a cada uno en particular. Esta infusión la realiza María. El hijo del hombre, se hace así hijo de Dios.
Nadie nace ni renace a la gracia de Dios sin María. Todo auténtico progreso en el camino de la perfección se realiza por medio de la infusión de la gracia; pero ésta, dice san Bernardino de Siena, nos viene de María. Y María, nuestra madre, plasma en nosotros con sabiduría y amor la imagen de su Hijo. Entreteje casi el organismo sobrenatural, lo alimenta y lo hace crecer, de manera semejante a como, después de la concepción, formó como madre de Jesús al fruto bendito de su vientre. A todos nos lleva en su espíritu.
El arcángel Gabriel la saludó como llena de gracia. Esto se ha interpretado así en la doctrina común de la Iglesia: María es la mediadora y distribuidora de la gracia adquirida por Jesucristo con la cooperación de María.
4.
De una instrucción del beato Santiago Alberione, presbítero
(« Ut perfectus sit homo Dei », vol. IV, pp. 268ss)
Dios quiso y quiere darnos todo por María
María Reina de los Apóstoles: es la primera devoción de la Iglesia. La quiso Jesús: Juan, ahí tienes a tu Madre. Es decir: quería que la considerase, la amase, sirviese y tuviese consigo. Y así Juan la recibió en su casa. Juan representaba a los demás apóstoles. Ellos la veneraban como madre de Jesús y madre suya; ella era el ejemplo del modo de vivir el Evangelio; con ella rezaron cuando les faltó Jesús: con María, dice el texto sagrado. Y María les asistía; los consolaba en las dificultades; les manifestaba episodios de la vida privada de Jesús: la anunciación, la visita a santa Isabel, el nacimiento, la presentación de Jesús al templo, la huida a Egipto, el hallazgo en el templo. Luego los evangelistas lo escribieron.
Hay que notar: hoy es la hora de María Reina de los Apóstoles. Esto es: formemos apóstoles. Y démosles como apoyo, fuerza y guía a la santísima Virgen Reina de los Apóstoles…
La redención vino a través de María: éste es el camino escogido por Dios; debemos seguirlo como hizo él. No queremos, no podemos actuar de modo diverso al establecido por Dios, que quiso y quiere darnos todo por medio de María.
San Jerónimo dice dirigiéndose a María: «Nunca se ha salvado nadie sino por medio de ti, Madre de Dios. Nadie recibe el don de Dios sino por ti, llena de gracia.»
A María se la llama y es Reina de los Apóstoles y de todo apostolado por cuatro razones:
1) María ha realizado y realiza todo lo que hacen todos los apóstoles juntos.
2) María tiene la misión de formar, sostener y coronar de frutos a los apóstoles de todos los tiempos.
3) Es Reina de los Apóstoles porque María, además de los apostolados comunes, realizó y realiza apostolados especiales.
En su vida terrena realizó el apostolado de la vida interior, de la oración, del ejemplo y del sufrimiento.
El primer apostolado es la vida interior bien vivida. Quien se santifica a sí mismo contribuye al bien de toda la Iglesia, cuerpo místico. El santo, por su parte, hace circular dentro de este cuerpo una sangre pura e inmaculada. María es la criatura que, por ser santísima, contribuyó más que los apóstoles, los mártires, confesores y vírgenes, a edificar, embellecer y dar dinamismo a la Iglesia. La vida interior es el alma de todo apostolado.
Segundo apostolado: la oración. Dice Santiago: Rezad unos por otros, para que os curéis. Mucho puede hacer la oración del justo. Y san Pablo: Te ruego, lo primero de todo, que hagáis oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los que están en el mundo… Eso es bueno y grato ante los ojos de nuestro Salvador, Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Y María oró más que nadie y mejor que nadie por las necesidades de todos.
Tercer apostolado: el buen ejemplo. Para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. Se ha escrito: «Un hombre santo, perfecto, virtuoso, proporciona a los hombres un bien mayor que otros muchos, cultos y activos, pero con menos espíritu.» El ejemplo es la predicación silenciosa que parte de la vida y va a reformar la vida. Si la palabra sale únicamente de la boca, llega sólo a los oídos. María es ejemplo de virtudes teologales, cardinales y religiosas.
Cuarto apostolado: el sufrimiento. Jesucristo redimió el mundo especialmente por su pasión y muerte. Pero en el Calvario había dos altares: la cruz de Jesús y el corazón de María. Una lanza atravesó el corazón de Jesús y una espada atravesó el alma de María. El padre Faber se expresa así: «El sufrimiento es el más grande sacramento.» Y es realmente el que da valor a los otros sacramentos. Y todos tenemos bastantes sufrimientos que ofrecer al Señor con espíritu apostólico.
Quinto apostolado: la palabra. María no predicó, pero habló seguramente con amor y prudencia sumos en casa y fuera de ella. Conservamos siete palabras suyas que constituyen un auténtico apostolado; destaca entre ellas de manera especial el magníficat. Los Padres dicen que fue María quien reveló a san Lucas el evangelio de la infancia de Jesús. Cada palabra suya es aún hoy luz para los espíritus reflexivos.
Sexto apostolado: la acción. La vida de María antes de la encarnación y durante los treintaitrés años que pasó con Jesús, es una continuidad de obras y trabajo para realizar su misión, el gran apostolado. Durante los primeros días después de la ascensión de Jesús, en el cenáculo, y mientras la Iglesia daba los primeros pasos, en el período de las primeras oposiciones e incertidumbres, María era el consuelo, la fuerza y el apoyo de los apóstoles. Y ninguna mujer católica podrá desarrollar entre las mujeres la actividad, el celo y la acción formativa que desarrolló María entre las mujeres y las jóvenes discípulas de su Hijo divino, hasta llevar a cabo su misión en esta tierra.
Conclusión: formemos apóstoles y démosles como guía a María.
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